Vivimos
en unos tiempos muy agitados y convulsos. Las formas sociales y políticas que
conocemos van cambiando a una velocidad apresurada. Es ineludible el
preguntarse si dentro de treinta o cincuenta años, cuando las formas que ahora
se perfilan estén consolidadas, cómo verán los estudiosos de historia el
proceso que se está gestado. Hay muchas similitudes, y muchos que dice que
estamos pasando a una especie de fascismo. Sin embargo para ser rigurosos,
científicos, ello sería errar en algunos puntos. Las condiciones no eran las
mismas en los años veinte del pasado siglo, ni la concienciación social. No
digo que no nos aproximemos a un sistema riguroso y opresivo, pero no
exactamente a un fascismo.
Hacia
los años treinta del siglo veinte, el mundo vivía la gran depresión. Grandes
masas de trabajadores se hallaban sin empleo, en el llamado ejército industrial
de reserva. El auge del marxismo causaba terror entre la clase empresarial,
consciente de que los éxitos de la joven Unión Soviética, cuya economía crecía
vertiginosamente durante los años de mayor padecimiento en el mundo occidental,
pudiera animar a un proletariado leído y concienciado. Surgieron por ello
varias propuestas para atajar el descrédito que sufría el capitalismo sin
mellar sus bases; una de ellas fue la que aplicó Roosvelt en Estados Unidos, el
New Deal, que destinó gran cantidad de recursos en obras públicas para combatir
el desempleo, al tiempo que intervenía en la economía y dictaba leyes que
protegían la libertad de sindicación y huelga, como la Ley nacional de
relaciones laborales de 1935. Todo ello dio un alivio al sistema que hacía
algunas concesiones al combativo proletariado dando una imagen además de
relajación y humanización. Por algo se
dice ‘’los derechos no se regalan, se conquistan’’.
Otra
vertiente de esta renovación del capitalismo fue el llamado fascismo. El
fascismo revestía su iconografía de símbolos tradicionales de la izquierda: el
rojo y el negro (nazismo), el mono azul del obrero (falangismo). Además su
ideología estaba tapizada con un cierto cariz obrerista: Sindicato Vertical en
España, que agrupaba a obreros y empresarios en pos de la paz social en una
suerte de corporativismo gremial, crítica del nazismo al capitalismo liberal
representado por la figura del banquero judío, que concentraba el odio y la
aversión hacia los judíos y no hacia la clase capitalista, etc.
Se
puede decir que el fascismo era obrerista en su cobertura, integrador de la
clase obrera en sus ideas, puesto que toda la sociedad debía colaborar a favor
de un objetivo común, la grandeza de la patria, de la que participaban todos
orgullosos de su lugar como piezas distintas en un engranaje. Por supuesto con
este embozo el capitalismo no se veía obstaculizado y continuaba la acumulación
de plusvalía.
En la
actualidad tenemos una crisis, como la de 1929, pero como ya he dicho la
sociedad es distinta. Vivimos en un mundo unipolar en el que la forma de
ejecutar las políticas económicas es la misma en todos los países. No hay
alternativa ni modelos que puedan resultar atractivos a los trabajadores.
Denostado
el comunismo, el socialismo real, a través de una campaña de difamación y
tergiversación de la historia, no hay espejo ideológico en el que verse
reflejado. Por tanto no hay necesidad de incluir a la clase obrera, de darle
comodidades para paliar su decreciente situación. La televisión, potente sedante, se encarga de
sugerir al sujeto del siglo XXI qué debe anhelar y qué necesita. El nuevo
sistema, nada ajeno al capitalismo, no es obrerista como el fascismo, sino que
vilipendia, responsabiliza al obrero, le hace permanecer cabizbajo con un
sentimiento de vergonzosa culpa para seguir fustigándole por sus pecados, le
hace creer que ha cometido un desfalco estos pasados años al mejorar su
condición de vida y hacerla más desahogada.
No
vemos en la burguesía ni sus portavoces más que alocuciones a favor del ahorro,
del sacrificio necesario, del dispendio realizado en momentos anteriores. Estos
gestores aseveran que se ha vivido por encima de las posibilidades que
correspondían. Como un niño que ha roto un jarrón, ahora le incumbe al adulto
engomar todos los fragmentos rotos y amonestar a su subordinado.
Por
ello digo que no vivimos en un fascismo a la manera de hace un siglo. Aunque su
objetivo es el mismo, perpetuar el capitalismo, no lo son sus formas ni la sociedad
que lo da a luz. Mientras que el fascismo lustraba su avasallamiento con los
cálidos barnices del populismo, el capitalismo globalizado descarga sus culpas
hacia una clase obrera inmóvil.
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